John Rawls: el nuevo derecho de gentes como utopía realista (2)

La pura persecución de los intereses racionales excluiría la razonabili­dad. De acuerdo con esos intereses, los fines del Estado hacen caso omiso al criterio de reciprocidad propio de la idea de justicia: “Si la preocupación del Estado por el poder es dominante y si sus intereses incluyen cosas tales como convertir a otras sociedades a la religión del Estado, ampliar su impe­rio y ganar territorio, obtener prestigio y gloria dinástica, imperial o nacio­nal, y aumentar su fuerza económica relativa, entonces la diferencia entre Estados y pueblos es enorme”

Crisóstomo Pizarro Contador
Director Ejecutivo del Foro de Altos Estudios Sociales Valparaíso

En nuestra segunda entrega de Reforma de las Naciones Unidas y proyectos de un nuevo orden político global iniciamos la revisión del nuevo derecho de gentes como utopía realista de John Rawls. En esta tercera entrega continuamos examinando las propuestas de Rawls en torno a la sociedad de los pueblos y el derecho de gentes.

Abandono de la noción tradicional de Estado

La pretensión de la utopía realista de Rawls, esto es, lograr una razonable delimitación del ejercicio del poder, conduce a tres propuestas: el abandono de la noción tradicional del Estado, la aceptación de la idea de decencia y la formación de una sociedad de los pueblos. Estas ideas son los fundamentos del derecho de gentes.

Rawls propone abandonar la noción de Estado con sus poderes tradicio­nales de soberanía y de los derechos de recurrir a la guerra y a la interven­ción, según sus intereses racionales y prudenciales, tal como aparecen en el derecho internacional positivo de los tres siglos siguientes a la guerra de los Treinta Años (1618-1648). La autonomía y poderes concedidos a los Estados serían nocivos[1].

La pura persecución de los intereses racionales excluiría la razonabili­dad. De acuerdo con esos intereses, los fines del Estado hacen caso omiso al criterio de reciprocidad propio de la idea de justicia: “Si la preocupación del Estado por el poder es dominante y si sus intereses incluyen cosas tales como convertir a otras sociedades a la religión del Estado, ampliar su impe­rio y ganar territorio, obtener prestigio y gloria dinástica, imperial o nacio­nal, y aumentar su fuerza económica relativa, entonces la diferencia entre Estados y pueblos es enorme”[2].

Introducción de la idea de decencia

Es un atributo de ciertos pueblos no liberales que poseen determinadas características. En ellos, el lugar de la justicia como equidad que caracteriza a los pueblos liberales es tomado por una idea del bien común. Esta con­forma la estructura básica de la sociedad referente a los procesos y estructu­ras políticas y a asuntos de justicia distributiva.

Los pueblos decentes ven a sus ciudadanos como miembros de diferen­tes grupos y están representados en la jerarquía consultiva, respetan el orden político y social de otras sociedades a pesar de que sus doctrinas religiosas sean globales y ejerzan influencia en la estructura del Estado y en su política social, y son tolerantes con la práctica de las libertades religiosas y políticas de otras sociedades[3].

La sociedad de los pueblos

Con relación a la sociedad de los pueblos, Rawls declara seguir a Kant en La paz perpetua (1795), rechazando la idea de un gobierno mundial, esto es, un régimen político unificado dotado de los poderes reconocidos a los gobier­nos nacionales. Ello constituiría una forma de despotismo global o un frágil imperio desgarrado por frecuentes guerras civiles. Los pueblos y regiones asociados lucharían en procura de su libertad y autonomía. Kant dice que “la idea de derecho internacional presupone la existencia separada de Esta­dos independientes y vecinos. Aunque esta condición es en sí misma un estado de guerra (a menos que una confederación evite el estallido de hosti­lidades) resulta racionalmente preferible a la amalgama de Estados bajo un poder superior, que terminaría en una monarquía universal, pues la ley pierde en vigor lo que el gobierno gana en extensión. De donde se deduce que una condición de despotismo despiadado conduce a la anarquía tras sofocar las semillas del bien”[4].

Kant también sostenía que los pueblos que conformaran la sociedad de los pueblos debían adoptar la forma republicana, del mismo modo que se esperaría que fuera el régimen común instaurado por esa sociedad. La homogeneidad republicana limitaría la propensión al despotismo de un gobierno mundial.

Precisiones de Bobbio y Habermas sobre la sociedad de los pueblos

Bobbio sostiene que en la sociedad de naciones —término usado aquí como sinónimo de la sociedad de los pueblos— es necesario someterse a un pacto común: un tercero por sobre las partes. Entre los requisitos para la paz señala la adopción de un pacto de no agresión y asociación permanente. Este tendría un carácter solamente negativo. Además, es necesario un pacto sobre las reglas para la solución de conflictos y el reconocimiento y protec­ción efectiva de algunos derechos de libertad civil y política que impiden al poder establecido volverse despótico. En este conjunto de acuerdos, el pacto de sometimiento a un tercero, a un poder común efectivo, asume la mayor importancia[5].

Bobbio advierte que para Kant la forma republicana no es igual a la forma democrática. El opuesto a la forma republicana es el despotismo y no la autocracia. Para Kant, el contrato que da nacimiento al Estado obliga a todo legislador a dictar leyes como si debieran derivar de la voluntad común de todo un pueblo y en considerar a todo súbdito, en la medida que quiere ser ciudadano, como si hubiere prestado su consentimiento a una voluntad semejante.

En Kant, el consentimiento es sólo un criterio ideal para distinguir entre leyes buenas y malas y no se expresa necesariamente a través de institucio­nes democráticas de representación. El opuesto a la forma republicana es el despotismo: “gobernar de forma republicana quiere decir tratar al pueblo según principios acordes con el espíritu de las leyes de la libertad (es decir como las que un pueblo de razón madura se prescribiría a sí mismo), aun­que en sentido estricto no se pida al pueblo su consentimiento”[6]. Bobbio señala que lo que “se puede recobrar con utilidad de la propuesta de Kant es que los Estados democráticos o en todo caso homogéneos en cuanto a su forma de gobierno, se acercan más difícilmente en sus relaciones al estado de guerra que los Estados despóticos o no homogéneos. Esto se habría con­firmado con la caída de las monarquías y el surgimiento de Estados basados en la soberanía popular”[7].

Habermas también dice que una asociación de naciones requiere de una “buena constitución” que no debería confiar solamente en la buena forma­ción moral de sus miembros para la creación y mantención de una verdadera federación[8]. La ausencia de un poder dotado de competencias ejecutivas para garantizar el respeto de los derechos humanos es la parte más débil de la Declaración de los Derechos Humanos.

La globalización ha privado a los sujetos principales de la asociación el carácter soberano que Kant nunca pensó limitar. Además, ha puesto en tela de juicio la nítida y tajante diferenciación entre políticas nacionales intraes­tatales y externas. “El punto flaco de la protección global de los derechos es la falta de un poder ejecutivo que pudiera proporcionar respeto a la declaración universal de los derechos humanos mediante la injerencia en el poder sobe­rano de los Estados nacionales”[9].

Resumen de los principios del derecho de gentes

El derecho de gentes incluye lo que podríamos llamar obligaciones de abs­tención o prohibiciones, más que mandatos a favor de la paz. Prohíbe la intervención y la guerra de modo general, establece cómo deben conducirse los pueblos cuando la guerra debe librarse por causas justas.

Proscribe la persecución religiosa, consagra el derecho a la vida mediante la protección de los grupos étnicos frente al genocidio y la masa­cre y la provisión de los medios de subsistencia y de seguridad.

Sanciona los deberes de asistencia y, en este sentido, consagra el dere­cho positivo a la ayuda externa.

Obliga a la protección de los derechos humanos entendidos de manera limitada. Estos son una clase especial de derechos urgentes definidos en conformidad con la idea del bien común. Aquí se incluyen la libertad de con­ciencia, pensamiento y religiosa.

También consagra los derechos de libertad e independencia para todos los pueblos, de participación en todos los acuerdos y el derecho de propie­dad e igualdad entre grupos.

Estos principios conducirían a la eliminación de las injusticias políticas junto con “los grandes males de la historia humana: guerra injusta y opre­sión, persecución religiosa y denegación de la libertad de conciencia, ham­bre y pobreza, genocidio y asesinato en masa”[10].

Visión restringida del deber de asistencia

Estos principios son poco ambiciosos al proponer una definición muy res­tringida de los derechos humanos y del deber de asistencia.

El deber de asistencia rige hasta cuando todas las sociedades hayan adoptado las instituciones básicas, liberales o decentes: “Asegura lo esencial de la autonomía política. Para el derecho de gentes lo importante es la justi­cia y la estabilidad […] de las sociedades liberales y decentes que viven como miembros de una sociedad de los pueblos”[11].

Este punto de vista no es igual a lo que Rawls califica como perspectiva cosmopolita, que establece exigencias mayores: el bienestar de los indivi­duos y la mejoría de la persona en peores condiciones en el ámbito global[12].

La perspectiva cosmopolita está mejor representada en otros autores, entre ellos Habermas, Ferrajoli y Held, sintetizado en próximas entregas.

Una definición restringida de los derechos humanos

Aunque los pueblos decentes puedan adoptar una religión oficial, esta no sería intolerante con otras creencias religiosas. Rawls sostiene que “debe­rían admitir una medida suficiente de libertad de conciencia y de religión, incluso si tal libertad no es tan amplia, no tan igual para todos los miembros de la sociedad decente como en la sociedad liberal”[13].

Los privilegios de la religión oficial podrían coexistir con la falta de per­secución a otras religiones y la existencia de condiciones cívicas y sociales que permitan su práctica en paz y sin temor[14]. Aunque algunas doctrinas religiosas o filosóficas sólo permitan una limitada libertad de conciencia no deberían considerarse como enteramente no razonables[15].

Una desigualdad con relación al acceso de los altos cargos tampoco pri­varía a un pueblo de su decencia, aun cuando en esto también se apartaría de la definición de democracia liberal. La jerarquía consultiva, que forma parte de la “estructura básica de la sociedad”, incluiría la consulta a todos los grupos de modo que “los intereses fundamentales” de todos influyan en las decisiones y se los tome en cuenta.

Este tipo de sociedad “no es perfectamente justa” como tampoco lo son las liberales, pero no por eso dejaría de ser razonable y, por lo tanto, decente[16].


[1] Rawls, El derecho de gentes  Ibíd., 37.

[2] Ibíd., 40.

[3] Rawls describe las características de los pueblos decentes valiéndose de un pueblo imagi­nario que llama Kazanistán. Véase Ibíd., 14, 15 y 40.

[4] Citado por Rawls en El derecho de gentes. Rawls señala que la actitud de Kant frente a la monarquía universal era compartida por otros autores del siglo XVIII, como Hume, “Of the Balance of Power” (1752), en Political Essays (Cambridge: Cambridge University Press, 1966). También menciona a Montesquieu, Voltaire y Gibbon; véase Ibíd., 49.

[5] Norberto Bobbio: el filósofo y la política (Antología). Estudio preliminar y compilación de José Fernández Santillán (México: Fondo de Cultura Económica, 1996), 44.

[6] Citado por Bobbio, N., “Kant y las dos libertades”, en Bobbio, N., Estudios de Historia de la Filosofía: de Hobbes a Gramsci (Barcelona: Debate, 1985), 203-204.

[7] Bobbio, N., “Relaciones Internacionales”, en Fernández, Norberto Bobbio, 328.

[8]

Habermas, J., “La idea kantiana de la paz perpetua desde la distancia histórica de 200 años”, en La Inclusión del otro. Estudios de teoría política, trad. Velasco, J. C. y Vilar, G. (Barce­lona-Buenos Aires-México: Paidós, 1999), 152-153.

[9] Ibíd., 166.

[10] Rawls, El derecho de gentes, 16.

[11] Ibíd., 138-139.

[12] Ibíd., 137 y 139.

[13] Ibíd., 88.

[14] Ibídem.

[15] Ibídem.

[16] Ibíd., 90-91.

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