Agustín Squella – Democracia: igualitaria, no meritocrática

Se viven tiempos difíciles para el liberalismo igualitario, tantos que ya casi nadie quiere oír hablar de la igualdad como un valor. Todo lo más que se proclama es la vía negativa –la lucha contra las desigualdades-, como si  “igualdad” fuera una mala palabra, un ideal que no es tal, lo mismo que ocurre cada vez que se la sustituye por la más blanda y descomprometida “equidad”.

 

Crisóstomo Pizarro ha hecho una nueva y reciente contribución al debate acerca del liberalismo o, mejor, los liberalismos, porque ya sabemos que eso es lo que hay: varias aplicaciones o versiones de la doctrina liberal, aquella que surgió de la mano de autores modernos como Hume, Kant, Smith y John Stuart Mill, y que tuvo distintos desarrollos posteriores, de los cuales el liberalismo igualitario de John Rawls es uno de los más importantes del siglo XX. Tan importante como otro liberalismo del siglo XX –el neoliberalismo de Hayek -, aunque mucho menos exitoso en cuanto a su aceptación en los tiempos que ahora corren.

Una autor como Rawls notó la verdad evidente de que el mercado es capaz de producir y hacer circular bienes que los individuos necesitan o a los que desean tener acceso, pero que no es idóneo para esperar de él prácticas redistributivas a favor de los que tienen menos o carecen incluso de lo necesario para llevar una vida digna y autónoma. Las políticas y prácticas redistributivas son obra de los gobiernos, de los parlamentos, y quienes se les oponen en nombre de la libertad y de un derecho de propiedad entendido en términos absolutos, se muestran indiferentes al hecho de que desigualdades muy marcadas en las condiciones materiales de existencia de las personas vuelven para quienes las sufren completamente ilusorio el ejercicio efectivo de sus libertades.

Como afirma también Crisóstomo Pizarro, la democracia no es meritocrática, es decir, no garantiza el triunfo de los mejores en las elecciones periódicas que son propias de esa forma de gobierno. La democracia cuenta cabezas y las cuenta por uno, o sea, las cuenta igual, sea que el voto lo emita un científico que obtuvo el Premio Nobel o el joven que se ocupa de mantener limpia su oficina. En tal sentido, la democracia no es meritocrática: no asegura el triunfo de los mejores, de los mayormente calificados, y, además, no discrimina en el valor del voto de quienes sufragan en alguna elección. Nadie ha nacido con una marca en la frente que le permita presentarse como mejor a otros y, por tanto, nadie está naturalmente destinado a mandar a los demás o a elegir a quienes lo harán para el conjunto de la sociedad.

Pero si la democracia no asegura el triunfo de los mejores, no por ello tendría que ser el camino para que lo hagan los peores. Esto es igual a lo que pasa con la política, una actividad humana en laque nunca han predominado los mejores sentimientos del alma humana, pero en la que tampoco tendrían por qué hacerlo los peores, aunque en esto son los votantes quienes tienen la última palabra. Las elecciones democráticas son eso –elecciones- y no concurso académicos. Pero llama la atención que en el último tiempo votantes mayoritarios de distintos países estén usando las reglas y los procedimientos de la democracia para elegir, si no a los peores, a candidatos que exhiben una deficiente biografía democrática y que se caracterizan por tener y difundir programas y planteamientos que dejan mucho que desear desde un punto de vista democrático. Hay allí un peligro evidente para el futuro de la democracia, como lo hay también en la extendida corrupción de gobiernos y políticos democráticos, un asunto que, permítanme anticiparlo, trataré en un próximo libro: “Democracia. ¿Crisis, decadencia, colapso”?, que en 2019 publicará la casa editorial de la Universidad de Valparaíso. Al respecto, solo puedo adelantar que ya crisis no es. Es más que eso: desmoralización, fatiga, agotamiento, decadencia, término, vaya uno a saber. ¿Está hoy la democracia en la sala de cuidados intermedios, en la de cuidados intensivos, en sala común? ¿Se halla en tratamiento o ha sido ya desahuciada? ¿Quiénes vienen de visitarla lo hacen con la esperanza de encontrarla mañana mejor o dirigen sus pasos hacia la empresa que tendría que ocuparse del servicio fúnebre?

Trump y Bolsonaro son buenos ejemplos de lo que señalamos antes, y cabe preguntarse si acaso Chile está inmune a tipos como esos. Y la verdad es que no: hay ya algunos de esa clase que están haciendo campaña para las próximas elecciones. “Sí, se puede”, repetía Barak Obama en su campaña presidencial. “Sí, se puede”, dicen hoy políticos abiertamente iliberales que no se sienten cómodos ni siquiera con la versión del liberalismo que más les acomoda: el neoliberalismo. Lo que quieren es un liberalismo exacerbado en la dimensión económica de esa doctrina, pero limitado en cuanto a derechos de los individuos y a la autonomía de estos para decidir sobre qué es una vida buena y cuáles los caminos para realizarla. Lo paradójico es que la vía que han elegido para instalarse en el poder no son ya los golpes de Estado de la mano con fuerzas armadas que compartan sus ideas, sino las reglas y procedimientos de la propia democracia que ellos no tienen empacho en desprestigiar a cada instante, tanto de obra como de palabra. Pero están teniendo eco, y mucho más que eco: están obteniendo votos.

Como indicó Crisóstomo Pizarro en su columna, tampoco la meritocracia, ahora entendida como ascenso social y económico por méritos propios, las tiene hoy todas consigo. Las posiciones sociales y económicas se heredan más que se conquistan, y aquellos que las heredan suelen proponer como máximo ideal igualitario el de la igualdad de oportunidades, que funciona muy a largo plazo y que tampoco se hace cargo de los accidentes que puedan ocurrir en la carrera de la vida (supuesto que la vida pueda ser comparada con una carrera). Pero junto con postular la igualdad de oportunidades, esos sectores suelen oponerse a la gratuidad de la educación y recelar de cualquier política redistributiva que mejore la situación de los más desfavorecidos.

Se viven tiempos difíciles para el liberalismo igualitario, tantos que ya casi nadie quiere oír hablar de la igualdad como un valor. Todo lo más que se proclama es la vía negativa –la lucha contra las desigualdades-, como si “igualdad” fuera una mala palabra, un ideal que no es tal, lo mismo que ocurre cada vez que se la sustituye por la más blanda y descomprometida “equidad”.

Agustín Squella N.

Profesor de la Universidad de Valparaíso. Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales. Socio del Foro de Altos Estudios Sociales Valparaíso.

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Comments

  1. Andrés Aguirre : Diciembre 13, 2018 at 9:02 pm

    Interesante columna, gracias

  2. Liberalismo igualitario está en crisis, dice el profesor Squella y tiene razón, pero ¿cual es la razón por la cual se intenta creer por el autor de que es la solución a los problemas del mundo social,el liberalismo igualitario? Es dable en el mundo de hoy una concepción de esa especie llevar a la practica social, o es un mero sueño o pretensión desmedida de mi querido amigo, y admirado jurista.
    Es la pregunta que me hago con relación al artículo del profesor Pizarro cuando acude al concepto de justicia distributiva.
    El valor de la democracia es el menos malo para convivir social decía un viejo político inglés, de todos conocidos. El socialismo de estado demostró su fracaso total, los neoliberalismos y socialismos renovados tampoco,…..etc. Menos intelecto y mayor sintonía con el medio ambiente y el prójimo, no sería mejor acaso que tantas palabras y un mundo enloquecido.
    Lo dicho no tiene pretensión alguna, es todo lo que puedo decir hoy en día.

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