Agustín Squella – Acerca de la igualdad liberal

El liberalismo es ante todo una doctrina de la libertad, mientras el socialismo lo es de la igualdad, y ya va siendo hora de que no veamos en ese par de valores a dos rivales que se muestran los dientes y que no pueden convivir uno con otro. El neoliberalismo hegemónico de nuestros días ha sido también exitoso en su discurso acerca de la libertad y la igualdad como valores contrapuestos que no es posible compatibilizar entre sí.

Una nueva columna de Crisóstomo Pizarro sobre liberalismo, publicada en el sitio del Foro de Altos Estudios Sociales Valparaíso, permite continuar una conversación sobre dicha doctrina y su actual imperio o hegemonía en aquella de sus versiones que se llama “neoliberalismo”, término este que empleo descriptivamente y no peyorativamente. El liberalismo es un tronco con varias ramas, de manera que lo que hay son liberalismos, o, mejor, se trata de una raíz de la que han emergido varios troncos, uno de los cuales es el triunfante neoliberalismo de nuestros días. Por lo mismo, tiene mucho interés la discusión que se da hoy al interior de la “laberíntica cultura liberal” (así la llama José Joaquín Brunner en un muy buen artículo publicado en el último número de la revista Estudios Públicos), puesto que, como es obvio para cualquiera, no todos los liberales son neoliberales, o sea, no todos los que suscriben el núcleo de las ideas liberales –digamos la raíz- se aferran al tronco neoliberal surgido de esta, sino que se apuntan a otras versiones o aplicaciones de esa importante y rica doctrina.

En su columna, Crisóstomo Pizarro trata del liberalismo social de Bobbio, o social liberalismo, y que el autor italiano llamó, atrevidamente, “liberalsocialismo”, todo un oxímoron, sostendrán algunos, aunque la verdad no lo es. El liberalismo es ante todo una doctrina de la libertad, mientras el socialismo lo es de la igualdad, y ya va siendo hora de que no veamos en ese par de valores a dos rivales que se muestran los dientes y que no pueden convivir uno con otro. El neoliberalismo hegemónico de nuestros días ha sido también exitoso en su discurso acerca de la libertad y la igualdad como valores contrapuestos que no es posible compatibilizar entre sí.

Pero si el valor principal del liberalismo es la libertad, no puede decirse lo mismo de la derecha, al menos no de la mayor parte de la derecha chilena. El principal valor de esa derecha no ha sido nunca la libertad, sino la propiedad y el orden, y el orden entendido como funcional a la propiedad, a su adquisición, a su conservación, a su protección, a su acumulación. Solo así puede entenderse que la derecha chilena en pleno haya apoyado el golpe de Estado de 1973 y, sobre todo, que haya dado apoyo incondicional a una posterior dictadura que canceló todas las libertades, salvo las  de carácter económico, y que aseguró el derecho de propiedad e impuso un férreo orden para protección de ella. ¿Cómo un liberal podría haber dado su apoyo a 17 años de una dictadura y concurrido luego a votar en 1988 para que el dictador continuara 8 años más en el poder, esto es, por un cuarto de siglo, si se trataba de una régimen que vulneraba la libertad de expresión, de prensa, de movimiento, de votar, de reunión, de asociación con fines políticos, y que pasaba sistemáticamente por encima de los derechos personales de quienes se le oponían, partiendo por la vida, la integridad física y el derecho a vivir y trabajar en su país?

 A la derecha neoliberal (no al liberalismo) le intimida la palabra “igualdad” y la rechaza en nombre de que ella atenta contra la diversidad, en circunstancias de que “igualdad” no se opone a “diversidad”, sino a “desigualdad”. El antónimo de “igualdad” no es “diversidad”, sino “desigualdad”. Cuando se lucha por la igualdad contra lo que se lucha es la desigualdad, no la diversidad, aunque le discurso igualitario de nuestros días, temeroso a veces de intimidar a sus detractores con la palabra “igualdad”, prefiere decir que su objetivo es acabar con las desigualdades o, blandamente, afirmar que lo que busca es mayor equidad. Parte de la izquierda renunció hace ya rato a la palabra “igualdad” y prefirió sustituirla  por la más vaga y descomprometida “equidad”. Parte de la izquierda renunció también a seguir llamándose así y optó por la también vaga y políticamente correcta palabra “progresismo”.

No somos iguales en muchos sentidos. Enhorabuena. Pero hemos llegado a considerarnos iguales, también enhorabuena, en varios aspectos a los que nadie  renunciaría hoy. Iguales en dignidad, esto es, todas las personas son iguales en cuanto sujetos de una similar consideración y respeto y a su derecho a ser tratados como fines y no como medios; igual titularidad de los derechos fundamentales de la persona humana; igual capacidad para adquirir y ejercer otro tipo de derechos, aquellos derechos comunes que no entran en la categoría de derechos fundamentales; igualdad ante la ley y en la ley; igualdad en el valor del voto que emitimos en elecciones en las que puede participar toda la población adulta. ¿Quién podría estar en contra de alguna de esas igualdades que fueron conquistadas trabajosamente y no siempre pacíficamente contra quienes se les oponían y querían mantener sus privilegios?

Pero, claro, falta allí la igualdad en las condiciones materiales de existencia de las personas, la más difícil de todas. Me refiero  no a la igualdad de todos en todo, sino a la igualdad de todos en algo, a saber, el acceso a bienes que se consideran básicos para llevar una  vida digna, libre y autónoma. No me refiero a la igualdad de los que piden que nadie coma torta para que todos puedan comer pan, sino a la de aquellos que dice que todos coman a lo menos pan, sin perjuicio de que algunos, o muchos, merced a su mayor esfuerzo o trabajo, puedan acceder también a las tortas y a manjares incluso más sofisticados, y donde pan no alude a ese delicioso alimento que se fabrica con harina, levadura, agua y sal, o no solo, sino a al conjunto de bienes que mencionamos antes. Con un añadido, a saber, que tampoco se trata de que por generaciones muchos estén comiendo solo pan, o sea, teniendo únicamente lo básico, y sabiendo de las tortas porque las observan a través de las vidrieras de las pastelerías donde unos pocos se hartan con ellas.

Un liberal (no digo un neoliberal) no tiene problemas con esa igualdad en las condiciones de vida que acabamos de describir, puesto que sabe que sin ella la libertad no es posible. ¿Qué libertad real pueden tener las personas que no comen tres veces al día, que no disponen de asistencia sanitaria oportuna y de calidad, que no tienen acceso a la educación, que carecen de una vivienda digna, que ya viejas no pueden disfrutar de una pensión justa?

Desigualdades injustas y persistentes en las condiciones de vida dañan no solo al principio de igualdad. Lesionan también, y gravemente, el valor de la libertad, de la libertad real de que disfrutan las personas y no de aquella que se les garantiza en las páginas de las constituciones y las leyes.

Agustín Squella N.

Profesor de la Universidad de Valparaíso. Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales. Socio del Foro de Altos Estudios Sociales Valparaíso.

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Comments

  1. Patricio Bofill Vergara : Agosto 7, 2018 at 6:03 pm

    El articulo del profesor Squella es muy bueno, por no decir, excelente. Con esa pachorra literaria que le caracteriza donde con sencillez y a través de ejemplos que todos entienden va deslizando aquellos principios de la libertad, igualdad, desigualdad y diversidad que hace visible cual es su noción de liberalismo en la problemática social de nuestro tiempo.Pienso que hoy en día para proyectar nuestra vida en democracia es básico buscar una formula que haga factible un modelo que sistematice los valores liberales que el profesor manifiesta. Squella Presidente………….perdona Agustin mejor el Sporting de los Miercoles Un abrazo al profesor

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