Agustín Squella – Gobernar
Si asistimos hoy a una crisis de la democracia, y esto a nivel planetario, o quizás a su decadencia o incluso a su colapso, ello es porque esa forma de gobierno se ha debilitado gravemente […]. Los representantes se han alejado de sus representados o, peor aún, se han corrompido; la participación va a la baja, al parecer sin remedio; y la deliberación democrática, entre los actores políticos más directos y entre los propios ciudadanos, se ha empobrecido tanto en el lenguaje como en sus contenidos.
¿Por qué hombres y mujeres que viven juntos en sociedad tendrían que preguntarse acerca de quién debe gobernar, entendiendo por gobernar el poder para adoptar decisiones vinculantes para todos quienes forman parte de una misma sociedad?
La pregunta acerca de quién deba gobernar tiene una resonancia claramente autoritaria, puesto que ¿por qué alguien tendría que gobernar?
La respuesta es bastante simple: además de las muchísimas decisiones individuales que cada persona puede adoptar en ejercicio de su autonomía –por ejemplo, contraer o no matrimonio, tener o no descendencia, estar hoy aquí en este lugar o apostando a los caballos en el hipódromo-, además de decisiones individuales como esas, en toda sociedad resulta inevitable tomar decisiones colectivas, válidas para la totalidad de sus integrantes: por ejemplo, qué impuestos habrá y quiénes tendrán que pagarlos, o cuánto del presupuesto nacional será destinado a gastos en defensa y cuánto a atención sanitaria o educación.
Entonces, no es posible eludir la pregunta acerca de quién deba gobernar, y las distintas formas de gobierno que conocemos responden a esa pregunta. Debe gobernar uno solo, aquel que está ligado por sangre al gobernante anterior, responde la monarquía. Deben gobernar unos pocos, los más capacitados, contesta la aristocracia. No sé quien debe gobernar –responde por su parte la democracia-, de manera que podrá hacerlo cualquiera, cualquiera que obtenga para sí la mayoría en elecciones periódicas que cumplan con determinadas condiciones, produciéndose de ese modo una cierta identificación entre gobernantes y gobernados. La democracia dice que las decisiones deben ser tomadas con participación directa o indirecta de los mismos que quedarán vinculados por ellas, directamente en el caso de la democracia de los antiguos, indirectamente en el de la democracia moderna, si bien esta última puede y debe coexistir con modalidades excepcionales de democracia directa.
En tal sentido, la democracia moderna es representativa, puesto que opera por medio de representantes, como es también participativa –todos llegados a cierta edad pueden optar a cargos de representación popular y todos pueden participar en elecciones donde el voto de cada cual cuenta por uno-, y, además, la democracia es deliberativa en cuanto supone el encuentro y la conversación entre todos los sectores, partidos y agentes políticos que se enfrentan como rivales y que hallan en el espacio público la posibilidad tanto de dar como de escuchar razones, buscando convencerse mutuamente o llegar a un acuerdo que, en caso de no producirse, obligará a la aplicación de la regla de la mayoría, una regla puramente cuantitativa –denuncian los enemigos de la democracia-, pero siempre será mejor contar cabezas que cortarlas.
Si asistimos hoy a una crisis de la democracia, y esto a nivel planetario, o quizás a su decadencia o incluso a su colapso, ello es porque esa forma de gobierno se ha debilitado gravemente en cada una de las tres características recién señaladas. Los representantes se han alejado de sus representados o, peor aún, se han corrompido; la participación va a la baja, al parecer sin remedio; y la deliberación democrática, entre los actores políticos más directos y entre los propios ciudadanos, se ha empobrecido tanto en el lenguaje como en sus contenidos.
La hipótesis de una crisis de la democracia resulta más tolerable que la de su decadencia o la de su colapso. Es más: la democracia ha vivido siempre en medio de la crisis, en un estado de inestabilidad e incertidumbre, puesto que siempre ha tenido enemigos y porque las democracias reales o históricas que somos capaces de producir distan siempre de la democracia ideal que podamos haber definido previamente. La democracia es tanto un ideal como una realidad, y esta trata de aproximarse a aquella, aunque la alcanza en distintos grados, lo cual permite ordenar a las democracias reales o históricas, por ejemplo, en democracias plenas o en forma, democracias defectuosas, regímenes híbridos, y regímenes no democráticos.
Además de todo eso, la democracia como régimen político se ha visto perjudicada por su alianza de hace ya décadas con un sistema económico –el capitalismo-, reforzado este último por una doctrina que es más que económica –el neoliberalismo-, a propósito de lo cual –el capitalismo neoliberal hegemónico de nuestros días- debo aclarar que empleo esos términos de manera descriptiva y no peyorativa. Muchas de las insatisfacciones y protestas de los ciudadanos tienen que ver antes con el sistema económico que con el régimen político que los rige.
Hoy, aquí y allá, prácticamente en todas partes, hay evidentes problemas de gobernanza, entendiendo por esta la calidad y eficacia en el cumplimiento de las funciones del Estado, así como el grado de confianza que se deposita en este, y que puede ser medida, por ejemplo, sobre la base de las características del buen gobierno precisadas por el Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo Humano, pero ello no es producto tanto del populismo, como gusta afirmarse, sino de la corrupción que en distintos grados afecta a las elites políticas y económicas tanto a nivel interno de los distintos países como en lo que llamamos mundo globalizado. Todavía más: el populismo, sea de izquierdas o de derechas, suele ser hijo de la corrupción y de la consiguiente irritación, si no furia, que ella produce en una población que, además de sus carencias en el acceso a bienes básicos necesarios para llevar una existencia segura, digna y autónoma, tiene que soportar altos grados de desigualdad con quienes poseen esos bienes en exceso y que, no contentos con eso, abusan de sus posiciones y aumentan su riqueza pasando por encima de normas jurídicas y pautas de comportamiento moral. La figura de la escoba ha sido siempre la imagen publicitaria preferida de los populistas. Estos siempre vienen a barrer a los corruptos y a los expertos que han acompañado o cuando menos tolerado sus fechorías.
Criterios objetivos para evaluar la gobernanza existente en un país en un momento dado, de acuerdo, pero con la prevención de que la aceptación, estabilidad y prestigio que ella otorga no desplace a la legitimidad que proporciona la democracia como forma de gobierno de la sociedad. Contra lo que quiero prevenir es la tendencia a limitar o directamente saltarse reglas de la democracia en nombre de una mejor gobernanza.
Y otra prevención: a veces la gobernanza se ve afectada por una sobrecarga de demandas que el Estado no tiene capacidad de atender. Si tales demandas tienen que ver con la satisfacción de derechos sociales, la ineficacia del Estado no es tolerable, aunque sí lo es cuando las demandas sobrepasan ese marco y se desbordan en reclamos que se hacen al aparato estatal en nombre de la felicidad de los pueblos. Existen derechos sociales, sin duda, pero entre ellos no se cuenta el de ser feliz, el de alcanzar la felicidad, por mucho que sí haya un derecho individual a la búsqueda de la felicidad. Basta con la carga de proveer al desarrollo de los países y al bienestar de sus habitantes como para dejar caer sobre las espaldas de los Estados y los gobiernos la de trabajar por la felicidad de los individuos.
Pero volvamos al comienzo, a la cuestión de quién debe gobernar, para advertir que no por reconocer la pertinencia y aun inevitabilidad de esa pregunta vamos a estar de acuerdo con quienes piensan que la función de mandar y obedecer es la decisiva en toda sociedad, y que la más ligera duda o vacilación sobre quién manda en el mundo es el comienzo del derrumbe de todo. No, no es necesario glorificar el mando y promover la obediencia, como si todos tuviéramos que ir con fervor detrás de las banderas de los que mandan. Existen modalidades de desobediencia al derecho por motivos de índole moral y deberíamos prestarles más atención. Modalidades como la protesta, la objeción de conciencia, la desobediencia civil, la desobediencia revolucionaria, y la desobediencia anarquista. Modalidades que ponen límites a la llamada “obligación política”, esto es, la obligación de obedecer el derecho que establecen los distintos poderes del Estado. Un demócrata no estará de acuerdo con la desobediencia revolucionaria ni menos con la de tipo anarquista, pero no debería poner reparos a la protesta ni a la objeción de conciencia. ¿Y a la desobediencia civil? El derecho de una sociedad democrática, a diferencia de los casos de la protesta y la objeción de conciencia, no podría autorizarla, pero su ocurrencia, en uno u otro caso, puede estar justificada, pacífica como ella es, y constituir la alarma que necesita ese derecho democrático para despertar de su letargo.
Llego hasta aquí no más, porque veo que me estoy metiendo en honduras.
(*) Texto que sirvió de base a intervención en Congreso del Futuro, Santiago de Chile, 14 de enero de 2020, en panel titulado “Gobernar”, en el que intervinieron también María Esperanza Casullo, Eliane Brun y Pablo Razeto.
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