El ego en cuarentena

¿Puede alguien cuerdo pensar hoy ante la actual pandemia que existe una salida alternativa a una respuesta colectiva que se combine con la responsabilidad individual?
La empatía y la solidaridad no son solo virtudes admirables, son nuestro pasaporte de sobrevivencia.
Solos, cada cual por su lado, no valemos nada. Sin una sociedad organizada y un Estado responsable solo nos aguarda el abismo.

Llego de la baja modernidad, aquella que Touraine nos dice que corresponde a la sociedad de la información en la cual vivimos, está hoy en cuarentena.

Vive su cuarentena sorprendido y venido a menos. Angustiado y asustado, humillado por un enemigo escurridizo, imprevisible y letal al que no esperaba.

Ernesto Ottone F.
Sociólogo y Cientista Político. Fundador y exdirector del Foro de Altos Estudios Sociales Valparaíso.

Un virus, que como todos ellos es primario, invisible al ojo humano, parásito, pero incansable en buscar un hábitat en los humanos para sobrevivir y reproducirse.

Nuestro ego enorgullecido por sus conquistas consideraba que sus desafíos y peligros tenían que ver con las neurociencias, la inteligencia artificial, la robótica y la nanotecnología y se ha visto obligado hoy a descender a un contacto directo con la humana animalidad, probando el pavor de nuestros ancestros prehistóricos, de los antiguos, de los europeos medievales o, más cercanamente, de quienes sufrieron la gripe española a principios del siglo pasado con sus 50 millones de muertos.

Es así como los humanos de hoy estamos buscando continuar con nuestras vidas en la más oscura incertidumbre, tratando de protegernos bastante a tientas y sin fecha de salvación.

La historia de la humanidad ha sido, en parte, la historia de su lucha contra las pandemias, ello se registra desde Tucídides en Las guerras del Peloponeso y se constituye en un tema recurrente en la literatura universal a través de relatos magníficos y terribles de sufrimientos masivos, atroces, sus víctimas se han contado por millones en un mundo que tenía muchos menos habitantes que el actual.

Es verdad que nunca las pandemias han desaparecido del todo, pese a los grandes saltos del desarrollo material de la humanidad, los avances de la medicina y los progresos de la higiene. A fines del siglo XX y en lo que va del siglo XXI algunas han sido extremadamente peligrosas.

Sin embargo, a pesar del miedo que provocaron no invadieron el cotidiano de la mayoría, incluso ante las más rebeldes, extendidas y asesinas hubo la sensación de que el control llegaría y las derrotaría en algún momento, que la rapidez del contagio no sería tan vertiginoso ni que todos corrían peligro.

Nunca se pensó en ciudades cerradas, en aviones en tierra, en una economía detenida, en un modo de vida cambiado abruptamente, en la certeza de una regresión material.

Esa realidad impensable es la que está pasando con el coronavirus, por más que lo llamemos con un nombre más neutro de Covid-19.

¿En ese sufrimiento inimaginable habrán pensado también los antiguos griegos cuando consideraban las pestes como una expresión de la ira de los dioses o los europeos del medioevo cuando pensaban en algo aun peor, la ira de Dios?

Frente a este descalabro, del cual saldremos bastante magullados, por cierto, y en un período de tiempo ignoto, ¿dónde quedará la arrogancia del individualismo moderno? ¿Qué sentido tienen las palabras de la señora Thatcher cuando afirmaba de lo más oronda que “no existe tal cosa como la sociedad” y el Presidente Reagan cuando afirmaba que “el Estado es parte del problema”?

¿Puede alguien cuerdo pensar hoy ante la actual pandemia que existe una salida alternativa a una respuesta colectiva que se combine con la responsabilidad individual?

La empatía y la solidaridad no son solo virtudes admirables, son nuestro pasaporte de sobrevivencia.

Solos, cada cual por su lado, no valemos nada. Sin una sociedad organizada y un Estado responsable solo nos aguarda el abismo.

Pensemos en Bérgamo, la martirizada ciudad del norte de Italia, ella es una ciudad rica, de larga prosperidad histórica, de una belleza injustamente poco conocida. La “Cittá alta” que es su centro histórico, tiene un encanto y una elegancia que aturden.

Es en esa ciudad donde los muertos no caben en el cementerio y camiones militares trasladan los féretros a ciudades cercanas.

El virus no distingue pobreza de riqueza, la diferencia para evitar mayores estragos está en la rapidez y la amplitud de la respuesta, el sentido de urgencia de las instituciones, la disciplina de las personas, la fortaleza de la acción pública.

Trasladándonos a nuestro país, el virus nos sorprendió en la víspera de un proceso de cambios indispensables para reforzar inclusivamente nuestra democracia.

Nos sorprendió también cuando, en nombre del cambio, se había producido un prolongado período de destrucción y vandalismo llevado a cabo por quienes en realidad quieren solo dañar la vida democrática.

¿Cuán lejano a la realidad estaba el voluntarismo ciego de esos sectores que habían decidido que en los últimos 30 años no había existido ningún progreso social, que nuestra democracia era un fraude, que no teníamos instituciones a las cuales apreciar, que nuestro Estado era ramplón e inútil y había que destruirlo a piedrazos?

¡Pamplinas! La vida demostró que eso no era así, la desgracia mostró que pese a sus insuficiencias, carencias, aprovechamientos y límites se había construido un Estado democrático al cual la ciudadanía podía volver los ojos y, a su vez, que esa ciudadanía podía criticar con fuerza, pero también desplegar su espíritu de cooperación y de sensatez en busca de la protección colectiva.

El actual gobierno comete muchos errores, como todos los gobiernos, pero sería mezquino señalar que no cumple con su deber y hace esfuerzos por coordinarse con el conjunto de instituciones de la sociedad, ejerciendo democráticamente su autoridad.

No estamos enfrentando la pandemia a descampado y comparativamente con países incluso más fuertes no lo estamos haciendo mal, por lo menos hasta ahora, existe en toda la acción pública y societal más dedicación que negligencia. Ello vale para los agentes civiles y uniformados.

Lo cierto es que estamos atravesando una gran prueba de humildad colectiva a nuestro ego tan inflado, que parecía haber olvidado los escollos múltiples que debe superar la humanidad para avanzar.

Ello nos debe hacer reflexionar también sobre nuestra debilidad como individuos, de lo irreemplazable que es la dimensión pública no solo para vivir mejor, simplemente para vivir.

Creo que surgirán lecciones enormes para la salud, la educación y la economía y, cómo no, para el funcionamiento de la democracia.

De esta pandemia saldrá un mundo materialmente empobrecido, nuestro país tendrá una regresión económica inesperada, se necesitará una enorme solidaridad entre nosotros. Tendremos que repensar nuestra convivencia.

Requeriremos aprender a valorar los acuerdos y la cooperación más allá de nuestras diferencias, a no confundir a estas con la rosca permanente, a dejar de lado arrogancias absurdas que no se compadecen con nuestra fragilidad, sobre todo porque vendrán tiempos duros.

Solo así habrá salido algo bueno para nuestro país y nuestras vidas después de esta siniestra calamidad.

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Comments

  1. Crisóstomo Pizarro : Abril 7, 2020 at 3:32 pm

    Querido Ernesto: como siempre, una gran columna. Solo agregaría que aparte del reforzamiento del papel del Estado y sin duda el fortalecimiento de la solidaridad colectiva, pienso que también deberían iniciarse otras acciones. La primera es repensar el actual orden político global y definir la dirección de su necesaria reforma. También hay que considerar que ésta es una oportunidad sin igual para discutir políticas alternativas a la racionalidad capitalista que ha identificado indebidamente la idea de crecimiento económico con desarrollo. Nos liberaríamos del sueño con recuperar el crecimiento económico actual para entrar en una transición social, cultural, política y ecológica hacia menores niveles de uso de materias primas y energía. Como dice J. Harribey, bajo la anemia actual del crecimiento se oculta una anomia creciente de las sociedades minadas por el capitalismo neoliberal, incapaz de dar sentido a la vida en sociedad que no sea el consumismo, el despilfarro, el acaparamiento de los recursos naturales y de los ingresos provenientes de la actividad económica, y a fin de cuentas, el aumento de las desigualdades.

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