Vejez de primera mano

Hasta hace poco, la vejez era casi invisible, un asunto que existía solo puertas adentro, y ahora está mostrando todos sus rostros, en especial aquel que aparece a raíz de las muy desiguales condiciones materiales en que se la vive.

Agustín Squella N.
Profesor de la Universidad de Valparaíso. Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales. Exconvencional Constituyente. Socio del Foro de Altos Estudios Sociales Valparaíso.

Con actividades académicas durante más de 50 años, pocas veces antes de ahora, al hablar y escribir sobre la vejez, he tenido la sensación de hacerlo sobre algo que realmente conozco, y de primera mano. Como solemos decir, este año entré a los ochenta, y esa cifra redonda y elocuente tiene el efecto de ponerme en mi lugar y, también, de ponerme en guardia. Ponerme en guardia médicamente, por supuesto, pero también en cuanto a la necesidad de procurar evitar los estereotipos de la vejez en los que se incurre por quienes la presentan como años dorados y edad de la sabiduría, y aquellos que, por el contrario, la denigran como un tiempo fatal en el que todo decae o se pierde irremisiblemente. Ejemplos bien conocidos de lo anterior, sin perjuicio de sus indudables méritos y buena escritura, son De Senectute, de Cicerón, y La vejez, casi dos milenos después, de Simone de Beauvoir. En todo caso, más benigna esta última en su visión crítica de la vejez y más candoroso aquel en su presentación optimista.

Quizás deba decirse que lo que hay en realidad no es vejez, sino vejeces, así como hay también niñeces, adolescencias, juventudes, por mucho que este uso de los plurales, que solo tiene el propósito de dar mejor cuenta de lo que ocurre en la realidad y de la diversidad que esta muestra siempre, moleste a aquellos de mi generación que creen que ese empleo de plurales es solo una moda de sectores juveniles con los que no comulgan. Todo cambia, incluido el lenguaje, y ya va siendo hora de que no nos resistamos, aunque algo típico de la vejez es ese carácter retraído y provinciano que la acompaña las más de las veces. “Vejez cultural”, la llaman los especialistas, y se manifiesta en una constante desazón con el mundo que nos toca vivir a los viejos –que siempre consideramos el peor de todos- y en una tendencia a refugiarnos en las bondades, reales o imaginarias, del mundo antiguo en que nos encontrábamos vigentes y en plena actividad. Este tipo de vejez puede conducir a la efebofobia, o sea, el odio o rechazo a los jóvenes, por el solo hecho de que estos piensan distinto de nosotros, o, peor, por la manera como visten, hablan o eligen sus cortes de pelo. ¿Puede haber peor forma de envejecer que esa?

Las estadísticas y proyecciones sobre la vejez son alarmantes, y eso tanto a nivel global como nacional. Muchos más individuos llegando a esa edad y, a la vez, permaneciendo en ella más tiempo. La vejez, con ser un asunto biográfico antes que biológico, se ha vuelto un problema de carácter social, y por ende político, cuya manera de experimentarlo tiene la dimensión cultural de todo aquello acerca de lo cual se van imponiendo determinadas creencias, maneras de pensar, modos de sentir y comportamientos que prevalecen en una sociedad en un momento dado. Hasta hace poco, la vejez era casi invisible, un asunto que existía solo puertas adentro, y ahora está mostrando todos sus rostros, en especial aquel que aparece a raíz de las muy desiguales condiciones materiales en que se la vive. “La vejez en la pobreza es una desgracia”, sentenció hace algunos siglos el filósofo Arthur Schopenhauer, y todos hemos sido testigos alguna vez de cómo la persona que nos antecede en el turno de la farmacia desiste de comprar los remedios que necesita al enterarse del precio de estos.

Así como hay vejeces, tampoco es igual la vejez de hombres que de mujeres, la que transcurre en medios urbanos que la que tiene lugar en zonas rurales, la que se soporta en la pobreza que la que se vive en medio de la riqueza, la que tiene acceso a cuidados regulares que aquella que carece de tales cuidados. Este último asunto –el de los cuidados- ha ido cobrando gran importancia en cuanto a los muy distintos agentes que los prestan y a las motivaciones que los mueven, así como al mayor peso que tienen sobre las mujeres cuando la prestación de los cuidados se reduce a la familia de las personas mayores que los requieren. Tan amplia diversidad es un desafío para la legislación de los distintos países acerca de las personas mayores y para las políticas públicas que adoptan los gobiernos.

Un tema ineludible es también el de los cuidados paliativos a que tiene derecho toda persona, incluidas las de mayor edad, que se encuentre enferma de un mal grave, doloroso, irrecuperable, en cuanto a la posibilidad de disponer de su vida, adelantando el momento de la muerte natural, ya sea por medio del suicidio por la propia mano, el suicidio asistido por un tercero, o la práctica de la eutanasia activa por parte de un médico o personal de la salud. Nadie vacila a la hora de advertir que esta dimensión del problema tiene una relevante carga moral y que, en el hecho, divide la opinión de las personas, en general, y la de aquellas que padecen males como los que fueron descritos y que se ven puestas en el trance de decidir sobre el término anticipado de la vida. Quienes se oponen a las tres prácticas identificadas –suicidio, suicidio asistido y eutanasia activa- invocan en su reemplazo los así llamados cuidados paliativos, aunque no se ve por qué tales cuidados, siempre bien recibidos, tendrían que anular la voluntad de un enfermo terminal sufriente de anticipar el momento de su muerte.

Memorias de Adriano, de Marguerite Yorcenar, que trata de la vida y poder de ese emperador narrada bajo la forma de un diario, es una de las obras maestras que acerca del envejecimiento, la vejez y la muerte pueden encontrarse en el campo de la ficción. De la ficción histórica, desde luego, aunque suene contradictorio, y basta con el efecto electrizante de sus primeras páginas para notar que se trata de una obra imperecedera. Como se sabe, la traducción al castellano fue hecha por Julio Cortázar, y es uno de esos libros que, leído quizás hace décadas, haya que retomar hoy para encontrarse, cuando menos, con la notable prosa de su autora y traductor.

Publicado por El País el domingo 13 de agosto de 2023.

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